Raymond Queneau
versus la Literatura española: cuatro ejercicios de estilo
En el S,
a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con
cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La
gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo
empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un
sitio libre, se precipita sobre él.
Dos
horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de
Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías hacerte poner un
botón más en el abrigo.” Le indica dónde (en el escote) y por qué.
Raymond
Queneau,
Ejercicios de estilo
Jamás tan breve asunto dio para
tanta literatura. Un día cualquiera, una anécdota insignificante en un ómnibus
parisién de la línea S. Por desgracia para los habituales de los eventos
culturales y recreativos al estilo Bloomsday, desconocemos el día, el
mes y el año. No sabemos qué impulsó al francés Raymond Queneau para
elegirlo como tema de un opúsculo titulado Dodecaedro (1942), que
consistía en una docena de repeticiones del trivial suceso desde distintas
perspectivas.
El esperable y oportuno rechazo del
editor desencadenó una hiperactiva multiplicación del texto, detenida por
Queneau al alcanzar su nonagésimo nona versión. Nace así Exercices de style (1947),
monumento a la creatividad para unos, piedra de escándalo para otros.
Referir cien veces la misma historia al
lector, ¿es un alarde de ingenio o una petulancia capaz de irritar al más
paciente? Quienes somos padres de familia y hemos tenido que narrar, noche tras
noche durante meses, el inevitable desahucio de Los tres cerditos, el
paseo por el lado salvaje de Caperucita Roja o la frenética necesidad de
aprobación de Cenicienta, sospechamos que a menudo el narrador se fatiga
antes que los narratarios. De ahí la necesidad de cambiar el ritmo o el tono,
el juego de retorcer la trama sin alterarla definitivamente hasta el punto en
que los exigentísimos oyentes protesten: “¡Nooo! ¡Que así no es!”.
En nuestro actual panorama literario y
cultural, se echan de menos escritores que, como Queneau, arriesguen,
experimenten y hasta improvisen en busca de otras visiones del relato,
persiguiendo no ya el virtuosismo, sino la ruptura que supone una nueva
expresividad. No estaría de más cultivar la excelencia literaria… si no fuera
por la suficiencia de editores y lectores, que, abonados a los sólitos
argumentos y tratamientos, claman una y otra vez: “¡Nooo! ¡Que así no es!”
Como profesional docente del ramo, me pregunto si la forma en que se enseña
la Literatura española en las aulas ayuda a despertar la apreciación de una
expresión variada, original, novedosa. Los estudiantes se dan por satisfechos
con enterarse de cómo termina el argumento — al final, ¿el héroe se muere o se
casa? — sin fijarse en la arquitectura de la obra, en la organización del
discurso o en las connotaciones de la trama. Leer entre líneas es tan difícil
de aprender que muchos solo perciben espacios en blanco.
Tal vez esta suerte de daltonismo
literario hispano venga desde mucho tiempo atrás. Concretamente, desde tiempos
del infante don Juan Manuel, el primer prosista en castellano cuyo
nombre no hemos querido olvidar. Juan Manuel, nuestro narrador más previsible y
predecible: siempre los mismos, Lucanor, Patronio, puntuales y repetitivos como
muñequitos animados de un reloj, con sus cuentecillos de argumento conocido y
sus moralejas rimadas. Para Juan Manuel, la literatura es una mera actividad de
enseñanza-aprendizaje — ya lo decía Horacio: Aut delectare aut
prodesse est — y lo mejor es repetir siempre el mismo esquema
hasta que el Lucanor de turno se quede con la copla. El que fuera todo un
Adelantado del Reino, ya ven ustedes qué paradoja, sentenció a generaciones de
futuros lectores a contentarse con la narración preestablecida, con la norma de
estilo inamovible, con la lectura hecha aburrimiento útil.
A partir de ahí, reconozcámoslo, y salvo
notorias excepciones, la mayoría de los autores que forman el canon literario
español no se caracterizan por su originalidad o rupturismo. Y los lectores,
como pequeños lucanores, siguen por el mismo camino. Las obras de mayor éxito
comercial apuestan a la seguridad de un léxico, una sintaxis y una arquitectura
verificados por su uso trillado en los medios de comunicación o la conversación
cotidiana, cada día más empobrecida. El público sonríe satisfecho cuando
termina de leer un best-seller de expresión ramplona, pero en el que “pasan
muchas cosas. ¡Te engancha y no puedes dejarlo hasta que acaba!”
La lectura como comunicación instantánea
y de escaso poso parece haber ganado la partida. La trama es lo que importa. La
mayoría rechaza lo inesperado, lo difícil, lo que supone un reto a la
inteligencia, imaginación o sensibilidad del lector. Vencida la Poesía y
desterrada al trastero de las extravagancias inútiles, asistimos a la muerte
lenta de la creatividad en la Literatura.
Porque Literatura es vestir las palabras
con traje de fiesta y no con una desgastada sudadera de uso diario; Literatura
es crear un mundo nuevo a partir de la expresión verbal, y no lo es exprimir
los datos de un suceso usando formularios preestablecidos. Literatura es crear
arte con las palabras; lo demás es vender productos editoriales. Ay, qué claro
lo tenía el maestro Rafael Lapesa y qué duro resulta para nosotros, los
jornaleros de la tiza, hacerlo comprender a nuestros pequeños lucanores, ávidos
de memorizar las dos líneas rimadas que les valdrán un aprobado en la
evaluación.
La Literatura es mágica cuando nace, no
en la pluma del escritor, sino cuando alguien por primera vez lee o escucha un
texto y recibe su luz como el primer rayo del sol naciente. Lo demás es
silencio, como repetiría el otro Horacio. La difícil tarea de los
docentes literarios es provocar esa anagnórisis en los escolares, lo que
resulta difícil si uno se pone en el previsible papel de un Patronio que repite
mecánicamente las mismas consignas. (“Copiad, chicos: La Literatura es el arte
de la palabra…”).
Cada vez que me enfrento a tener que
leer de nuevo en el aula De lo que aconteció a una mujer que le
decían doña Truhana, o reencontrarme con el soneto de la nariz, o
desentrañar el significado de “un hidalgo de los de lanza en astillero”,
una parte de mí siente el mismo hastío que si tuviera que arrancar: “Érase
una vez una mamá cerdita que tenía tres cerditos…”.
Y entonces se me aparece, al rescate, el
fantasma de Raymond Queneau. ¡Hay que contarlo de nuevo, y que resulte nuevo!
Todo vale: cambiar el ritmo, el tono, la interpretación. Gesticular, fingir
asombro, dibujar monigotes en la pizarra, esconder la mano como si se hubiera
perdido en Lepanto, escupir denuestos contra los poetas gongorinos y
devolverlos con soltura desde la otra esquina del encerado, encarnar a los
personajes, jurar amor vehemente, provocar la risa, mover al llanto. ¡Todo por
la anagnórisis!
Raymond me va pinchando si un chaval
bosteza, si las chicas suspiran, si el fondo sur estalla en carcajadas. ¡El
timbre suena! Rápido, hay que repetir función en otra aula. Corrijo: Hay que
reinventarla. Mientras atravieso los pasillos del instituto, Queneau me palmea
la espalda, Quevedo sonríe con sorna y el infante Juan Manuel me lanza
miradas circunspectas. Incluso les aseguro que una vez la sombra de don Antonio
Machado me dijo muy seriamente: “Señor González, ha forzado usted mucho la
interpretación de mi poema, pero… Bueno… Usted ya sabe… Que todavía no he
suspendido a nadie.” A su espalda, Raymond Queneau trazaba muecas
reinterpretando su discurso.
De vuelta a casa, toca corregir pilas de exámenes que repiten insulsos las
mismas respuestas estereotipadas, y que se llevan el mismo aprobado
normalizado. En una pausa, leo por Internet unas declaraciones del príncipe de
los críticos: “No creo que haya nada radicalmente nuevo en la literatura
actual.” ¿Y tú qué opinas, Raymond? Detrás de sus anteojos parece
contestarme con un enigma: “Los libros más nuevos no son los que están
recién escritos, sino los que todavía no hemos leído.”
En homenaje a Raymond Queneau, a todos
los autores y docentes de nuestras letras, y a todos los que siguen explorando
la originalidad, he preparado cuatro Ejercicios de estilo como punto de
encuentro entre la novedad, la repetición y la reinterpretación literarias.
Porque todavía nos quedan muchas formas de leer y explicar los mismos poemas
antes de caer en el aburrimiento.
I.
Berceana
Un día
de verano, ya casi al mediodía,
subí a un autobús que muy lento venía.
Estaba tan completo que nadie mas cabía.
Si no fuese tan tarde, a otro esperaría.
subí a un autobús que muy lento venía.
Estaba tan completo que nadie mas cabía.
Si no fuese tan tarde, a otro esperaría.
En medio
del transporte, había un viajero
con el cuello muy largo, más largo que es enero.
Tocaba su cabeza con enorme sombrero
que en vez de una cinta tenía un cordón de cuero.
con el cuello muy largo, más largo que es enero.
Tocaba su cabeza con enorme sombrero
que en vez de una cinta tenía un cordón de cuero.
Al lado
tenía un viejo con asma y con patillas
que le pisa los pies y machaca las costillas.
El joven le increpa y le busca las cosquillas,
mas deja la disputa cuando hay libres dos sillas.
que le pisa los pies y machaca las costillas.
El joven le increpa y le busca las cosquillas,
mas deja la disputa cuando hay libres dos sillas.
Después
de un par de horas, en la plaza de Roma,
lo veo y no lo creo, el mismo tipo asoma.
Un colega le dice: “No pienses que es en broma,
aquí falta un botón. Este es mi sastre, toma.”
lo veo y no lo creo, el mismo tipo asoma.
Un colega le dice: “No pienses que es en broma,
aquí falta un botón. Este es mi sastre, toma.”
II.
Manueliana
CUENTO LII: Lo que sucedió a un mancebo que
viajaba en colectivo
Otro día, hablando el conde Lucanor con Patronio, su
consejero, le dijo así:
– Patronio, un hombre que se llama mi amigo me dice
que mis jubones son poco elegantes por estar muy escotados, y que no conviene
al decoro de las gentes de mi estado y riqueza que sus ropas tengan tan pocos
botones. A lo que él se ofrece para remediarlo con la intervención de un sastre
que es cuñado de él mismo. Y pues vos tenéis buen juicio sobre atuendos y
protocolo, ruegoos que me digáis lo que mejor me conviene hacer.
–Señor conde – contestó Patronio –, para poder
responderos debidamente, me gustaría que supieseis lo que aconteció a cierto
viajero de un ómnibus en la ciudad de París.
Y el conde le preguntó cómo fuese aquello.
–Señor conde – prosiguió Patronio –, en uno de esos
carromatos de transporte colectivo que usan los parisienses viajaba en cierta
ocasión un mancebo de cuello larguirucho y sombrero de fieltro, engalanado
con un cordón en lugar de una cinta. Como el vehículo estuviera repleto
de gentes y no hallara ningún asiento disponible, hubo de viajar de pie sobre
la plataforma. Además de la incomodidad que le causaba la plebe al subir y bajar
del artefacto, tenía que sufrir los empujones y pisotones que le prodigaba otro
viajante malintencionado y de provecta edad. El mozo del sombrero protestaba y
porfiaba, pero abandonó la discusión cuando por ventura quedó libre una plaza
sentada, sobre la que se lanzó confiado, sin preocuparse de las hablillas de
los demás viajeros.
“Dos horas después, en la plaza que dicen de Roma, el
mancebo finalmente llegó a la cita que tenía allí con un su amigo. Pero su
disgusto fue mayúsculo cuando este reprobó su indumentaria, aconsejándole que
se pusiera un botón más en el escote de su tabardo, por mor de las mutables
veleidades lutecianas en materia de vestimenta.
“A Vos, señor conde Lucanor, pues me pedís consejo
para algo tan nimio como coser o descoser un botón en vuestro jubón, yo os
recomiendo que hagáis como os plazca y que deis al diablo el botón, el amigo y
el jubón, y que tengáis en cuenta que ya sois mayorcito y capaz de elegir
vuestra vestimenta como gustéis y de ignorar las habladurías a que vuestras
elecciones dieren lugar. Si malgastáis la jornada en discutir con vuestro
consejero preocupaciones tan ridículas como la altura de los botones en un
jubón, no os quedará tiempo para las obligaciones urgentes de la política a que
vuestro cargo os sujeta, y no seréis recordado por las generaciones venideras
como un espejo de gobernantes prudentes, sino como un inmaduro que no sabía ni
vestirse sin antes haberlo consultado con un secretario más o menos ingenioso.”
Al conde gustó mucho el consejo de Patronio, y actuó
como él le había dicho, y le fue muy bien.
Y cuando don Jaime escuchó esta historia, le pareció
tan buena que la hizo poner en este libro, e hizo unos versos que guardan la
moraleja y dicen así:
Si
discutes y gritas cuando te dan un pisotón,
también
debes hacerlo si te reprenden por tu botón.
III.
Quevediana
Érase un hombre a un cuello encaramado,
érase una jirafa con sombrero,
era una testa coronada en cuero.
Érase un autobús abarrotado.
Érase un vejestorio cabreado,
érase un pensionista puñetero.
Érase un pisotón muy traicionero,
éranse una discusión y un altercado.
Érase un asiento libre de repente,
al que el joven flamenco se abalanza.
Érase un paréntesis de una hora.
Érase otro gabacho incontinente
que al primero censura y asesora
a coserse un botón sin más tardanza.
IV.
Machadiana
Una mañana brillante
y templada de otoño.
Los colegiales no estudian.
Es la clase. Monotonía
de la tiza en las pizarras.
El proyector representa
a un monsieur cuellifino
y un viejo de más de ochenta,
junto a un asiento vacío
de un autobús parisino.
Con tono bien estudiado,
trina el maestro, un humano
muy leído y mal pagado
que lleva un Ipad en la mano.
Y todo un coro infantil
va chafando la lección:
“¿Hay
que copiarlo, profe?
¿Esto
entra en el examen?
¿Raymond
qué? ¿Quenó?
¡Ha
dicho que no!”
Una mañana brillante
y templada de otoño.
Los colegiales no estudian.
Es la clase. Monotonía
de la tiza en las pizarras.
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